A Estribor || ¡Exprópiese!

A Estribor || Juan Carlos Cal y Mayor

*** ¡Exprópiese!

En un régimen que se dice progresista, pero actúa como si el Estado fuese amo y señor de todo, los atropellos a la propiedad privada se han vuelto moneda corriente. La más reciente amenaza viene de Puebla, donde el gobernador Alejandro Armenta —con una sonrisa populista— ha anunciado la posibilidad de expropiar terrenos con alta plusvalía generada por la inversión privada en la llamada Angelópolis para destinarlos a proyectos de vivienda social para policías. Detrás del discurso asistencialista, lo que se esconde es una mentalidad depredadora que ve en el esfuerzo privado un botín a repartir.

¿Desde cuándo el éxito de una inversión justifica que el Estado la confisque? ¿Acaso no fueron esos terrenos revalorizados gracias al desarrollo urbano, la inversión en infraestructura y los riesgos asumidos por empresarios y particulares? ¿Y ahora se les quiere castigar por haber generado valor?

Este tipo de propuestas no son nuevas en la lógica de la autoproclamada Cuarta Transformación. Hace poco, un diputado de Morena en la Asamblea Legislativa de la CDMX propuso crear un impuesto a las herencias, con el mismo argumento de siempre: que la riqueza heredada debe “redistribuirse”. ¿A quién? A ese ente difuso que llaman “pueblo”, pero que en realidad es una coartada para que el Estado —es decir, ellos— administre a discreción lo que no le pertenece.

El común denominador es claro: una visión patrimonialista del poder, donde el gobierno se atribuye la autoridad moral y jurídica para decidir qué propiedad es válida, cuál debe compartirse y bajo qué condiciones. Es una mentalidad que desprecia al individuo, al mérito, a la inversión y al esfuerzo. Que ve con sospecha la prosperidad y con simpatía el reparto arbitrario. Que quiere nivelar, sí, pero siempre hacia abajo. Son los que odian la prosperidad del prójimo porque nunca han sido capaces de ser autosuficientes para generar riqueza y no se les ocurre más que repartirla. Es lo que llaman justicia social, despreciando el mérito, el éxito y el esfuerzo ajeno.

El caso de Armenta debería encender las alarmas. Porque más allá de la vivienda para policías —una necesidad real, sin duda— está el mensaje de fondo: que el Estado puede arrebatarte lo tuyo cuando le parezca justo o políticamente rentable. Hoy son terrenos urbanos; mañana podrían ser empresas, cuentas bancarias o propiedades heredadas.

La propiedad privada no es un lujo ni un privilegio: es un derecho fundamental, base de toda sociedad libre. Es lo que permite planear, invertir, heredar, construir futuro. Sin ella, no hay incentivo, no hay desarrollo, no hay progreso. Expropiar sin causa de utilidad pública real —sino con motivaciones ideológicas o clientelares— es una forma solapada de confiscación.
Nos recordó aquel fatídico episodio del chavismo, en el que Hugo Chávez caminando por Caracas, en vivo y en cadena nacional, señalaba con el dedo y gritaba “¡Exprópiese!” y, sin más trámite ni legalidad, ordenaba la toma de propiedades privadas ante cámaras que transmitían su autoritarismo como si fuera un acto de justicia popular. Fue el principio del fin. Venezuela, que hasta entonces era una nación en vías de desarrollo, rica en petróleo y con una clase media pujante, empezó a deslizarse por una pendiente de ruina institucional, desabasto, hiperinflación y éxodo masivo. Aquella escena simbólica marcó el momento en que el Estado dejó de proteger derechos para convertirse en instrumento del capricho dictatorial, sentenciando a un país entero a la miseria.

La expropiación por causa de utilidad pública no es —ni debe ser— un acto discrecional ni caprichoso del gobernante. En un Estado de derecho, se trata de una figura legal excepcional, sujeta a límites claros, justificación objetiva, y procedimientos formales establecidos por la ley. La utilidad pública debe estar debidamente acreditada, ser indemnizada de forma justa, previa y conforme a derecho, y estar sujeta a control judicial. Es decir, no basta con que el gobernante diga “es por el bien del pueblo”; debe demostrarlo, y el afectado tiene derecho a impugnarlo.

Cuando se usa la amenaza de expropiación como herramienta de presión política, se convierte en una forma encubierta de confiscación autoritaria, incompatible con los principios constitucionales y con la certeza jurídica indispensable para atraer inversión, generar empleo y respetar libertades individuales. Exigir la donación de un predio bajo amenaza como lo hace el gobernador de Puebla podría constituirse en un delito. El abuso de autoridad ocurre cuando un servidor público se excede en las facultades que le confiere la ley al ejercer violencia, amenazas o presión indebida. Es una expresión clara de la corrupción del poder, porque distorsiona la función pública, vulnera derechos fundamentales y debilita la confianza en las instituciones.

Es momento de decirlo con todas sus letras: quien no respeta la propiedad privada, no respeta la libertad. Gobernadores como Armenta y diputados que aplauden este tipo de medidas no solo ponen en riesgo la economía, sino el Estado de derecho mismo. El populismo siempre ha sido un pésimo administrador, pero un excelente saqueador. Y si no se detiene a tiempo, terminaremos convertidos en siervos del nuevo feudalismo de Estado, gobernados por personajes autoerigidos en caciques, cobrando derecho de piso.