Columna || Alejandro Flores Cancino
La nueva iniciativa federal para modificar la Ley de Telecomunicaciones y Radiodifusión no solo amenaza con censurar voces, sino también con oscurecer el derecho a saber. En un país donde la verdad muchas veces se persigue, esta iniciativa representa un retroceso peligroso. Pero el golpe, como casi siempre, cae con más fuerza en los extremos, como Chiapas.
Y no es la primera vez que se intenta imponer el silencio desde el poder. Quienes tienen memoria recordarán que en Chiapas ya se vivió una “Ley Mordaza”, durante el gobierno de Pablo Salazar. Aquella intentona estatal de criminalizar a los medios críticos levantó voces de alerta en todo el país. Hoy, el peligro viene desde el Congreso de la Unión, pero las consecuencias volverían a sentirse con crudeza en el periodismo más vulnerable: el que se hace desde las comunidades, con pocos recursos y muchas amenazas.
En nuestro estado, muchos periodistas y comunicadores no cuentan con redacciones, ni despachos legales, ni plataformas de alcance nacional. Tienen un teléfono, una señal muchas veces inestable, una cuenta de Facebook o un canal de YouTube. Desde ahí informan. Desde ahí resisten. Y ahora, desde ahí estarán en la mira.
La reforma propone otorgar a una nueva Agencia de Transformación Digital y Telecomunicaciones la facultad de bloquear plataformas digitales sin orden judicial, a solicitud de autoridades imprecisas. En Chiapas, eso puede significar que un comunicador en Comitán que denuncia desvíos de recursos, o una periodista en Tuxtla Gutiérrez que cubre una agresión policial, puedan ser silenciados de un día para otro, sin explicación, sin defensa y sin ley clara que los respalde.
Este escenario de censura digital no llega solo. Viene acompañado por una creciente opacidad en el acceso a la información pública. Paradójicamente, al mismo tiempo que se intenta callar a quien informa, se limita cada vez más el acceso de la ciudadanía a los datos oficiales: se recortan presupuestos a los organismos de transparencia, se ignoran solicitudes, se retienen cifras. Se castiga a quien pregunta y se apaga a quien informa. Porque en el México que quieren, saber es un delito.
Así se cerrará el círculo: el gobierno no quiere que hables ni que sepas.
Además, la reforma busca revivir un registro de usuarios de telefonía móvil –disfrazado bajo otro nombre–, ignorando que el anterior intento fue declarado inconstitucional. Esto abre la puerta a una vigilancia selectiva, discrecional y sin controles claros, especialmente peligrosa en estados donde el activismo y el periodismo independiente ya se ejercen bajo constante riesgo. Y como si fuera poco, también se propone que las “instancias de seguridad” puedan bloquear señales de telecomunicación, en cumplimiento de “atribuciones” que no se explican. ¿Será durante una protesta en San Cristóbal? ¿En una asamblea ejidal que incomoda a una presidencia municipal? ¿En una transmisión en vivo que denuncia corrupción? ¿Será cuando alguien se atreva a hablar de más?
Algunos dirán que esta es una ley nacional, que no tiene nombre ni apellido. Pero en Chiapas sabemos lo que pasa cuando se aprueban leyes que le dan poder sin límites a quienes lo ejercen sin escrúpulos. Lo vivimos. Lo peleamos. Lo denunciamos. Y por eso hoy lo reconocemos de nuevo.
Porque aunque la amenaza venga disfrazada de modernización, es la misma historia: quitarle la voz a quien incomoda y cerrarle los ojos a quien quiere saber.
La libertad de expresión no es un privilegio de las capitales. Es un derecho que también se ejerce en las comunidades, en las rancherías, en los barrios, con lo poco que se tiene. Y es desde ahí, desde donde menos se escucha, que hoy debemos gritar más fuerte.
El Congreso debe detener esta iniciativa antes de que sea demasiado tarde. Porque si no se puede hablar, ni preguntar, ni saber… entonces no se puede vivir en democracia.
Y sin democracia, lo que queda es el miedo. Y el miedo no puede ser ley.