Roberto Domínguez Cortés
Cuando Pablo Salazar llegó a la gubernatura del estado de Chiapas se comprometió a encabezar un gobierno honesto, criticó la concentración de poder y se propuso combatir lo que llamó federalismo simulado versus centralismo de facto. Bajo ese pacto con la sociedad se llamó, a sí mismo, “La Esperanza para el 2000.”
Nada de eso se cumplió y, por el contrario, su gobierno quedó manchado para siempre por la corrupción; doblegó políticamente a los poderes Legislativo y Judicial; conspiró, permanentemente, contra el presidente de la Comisión Estatal de los Derechos Humanos, Pedro Raúl López Hernández, y se convirtió en el más servil de los gobernadores ante el inútil de Vicente Fox.
En uno de sus múltiples videos para cuestionar las aspiraciones a la gubernatura del secretario del Campo, José Antonio Aguilar Bodegas, le recuerda que su legado (de Pablo) está presente también en Tapachula con obras y servicios a cargo de su gobierno.
Lo malo es que Salazar olvida que la obra física no constituye el único legado de gobierno. También la obra moral y de respeto a la soberanía de las instituciones es de fundamental importancia para presumir de un gobierno recto, ausente, durante seis años, de excesos del pabliato.
Hay que recordarle, además, que el recurso para construir caminos, puentes, escuelas, clínicas y otros etcéteras es dinero público que viene del pueblo y se destina al pueblo. Propio de sus traumas infantiles, siempre utilizó el presupuesto público con marcado sentido patrimonialista. Era muy común ver a la prensa abyecta a su servicio con grandes encabezados: “Pablo destina 2 mil millones a carreteras”. “Pablo, líder mundial”, en lugar de “gobierno del estado destina…”.
Por eso, el nuevo Salazar que hoy pretende su regreso para salvar a Chiapas no tendrá cabida en ningún partido. Su sólo nombre es sinónimo de corrupción, violencia de Estado y persecución, y quien quiera arroparlo cargará con el desprestigio acumulado durante seis años de funesta administración.
Los anteriores asertos tienen sustento. Hasta la fecha, el 24 de marzo de 2001 queda para la historia como el día de la ignominia cuando la Policía Judicial, al mando del procurador Mariano Herrán Salvatti, tomó por asalto la sede del Poder Judicial.
En los días previos a ese 24 de marzo, Noé Castañón León, presidente del Tribunal Superior de Justicia, disputaba a Salazar la reelección o el nombramiento de su sucesor. Del pleno de los 25 magistrados (no existía esa vacilada llamada tribunal constitucional), 18 apoyaban a Castañón León para su reelección y apenas 7 al candidato de Salazar.
Por primera y única vez en la historia de Chiapas, el Poder Judicial ejerció su autonomía y en un acto de soberanía reelegía y nombraba a Castañón León como su presidente por otros tres años. Vencido Salazar, Castañón León renunció casi inmediatamente para que el pleno nombrara a Jorge Clemente Pérez.
Fueron dos derrotas consecutivas que el ego y la soberbia del delincuente Salazar no podían soportar. Inmediatamente ordenó al procurador Herrán Salvatti el histórico asalto a las instalaciones del Tribunal Superior de Justicia. En un acto de barbarie, el inmueble fue asegurado por la Policía Judicial y los jueces y magistrados desalojados de su recinto constitucional, a los que con absoluta falta de respeto Salazar llamó despectivamente mafiosos.
Queda para los archivos del Poder Judicial y la historia de Chiapas el recuerdo de los magistrados sesionando, primero, en el Congreso del estado, de donde también, por órdenes de Salazar, fueron expulsados. La vía pública terminó por convertirse en la sede permanente de uno de los poderes soberanos del estado. El parque Morelos sirvió, entonces, de recinto oficial de 18 magistrados para cumplir con sus funciones constitucionalmente encomendadas.
El Poder Legislativo tampoco escapó a los afanes persecutorios de un rufián en funciones de gobernador. El diferendo se originó por la aprobación del presupuesto de egresos 2001. Salazar proponía en el gasto público la inclusión de dos nuevas secretarías. El Congreso del estado no sólo no le aprobó la reforma administrativa, sino que, además, le modificó el monto del importe propuesto, por mayoría calificada, de dos tercios de los diputados presentes.
Esa decisión del Congreso era definitiva. Si bien Salazar tenía el derecho de volver a presentar un nuevo proyecto de presupuesto, resultaba innecesario. Esa mayoría calificada le advertía a Salazar que ese nuevo intento le sería rechazado.
Así, a Salazar no le quedaba más que publicar, en el periódico oficial, el presupuesto de egresos y abstenerse de ejercer gasto en las dos nuevas secretarías. Sólo que Salazar, contrario a la instrucción legislativa, no hizo la publicación obligatoria, ejerció un presupuesto al margen de la ley y destinó recursos a dos secretarías jurídicamente inexistentes.
Autoritario y rencoroso, Salazar no podía tolerar una afrenta de ese tamaño. Incitó a sujetos alcoholizados a tomar las instalaciones del Poder Legislativo, mismos que, sin ningún pudor, se dedicaban a manosear a cuanta mujer entraba y salía de la representación popular.
Gabriel Aguiar Ortega, presidente del Congreso del estado, solicitó al procurador Herrán Salvatti su apoyo para desalojar y detener a los invasores del recinto parlamentario. La respuesta de Herrán Salvatti es todavía digna de ser recordada: “Pídamelo por escrito”, cuando la urgencia era para proteger mujeres indefensas vejadas y humilladas en su integridad personal.
López Hernández, presidente de la Comisión Estatal de los Derechos Humanos, fue otro de los blancos en la agenda represiva del hoy “salvador de Chiapas.” A propuesta de Salazar, el Congreso local lo nombró ombudsman del estado. Pensó Salazar que, por esa sola circunstancia, López Hernández sería otro colaborador incondicional más, pero se equivocó.
López Hernández tomó en serio su responsabilidad y cumplió con hacer severas recomendaciones ante los abusos del procurador Mariano Herrán Salvatti y del secretario de Seguridad Pública, Horacio Schroeder Bejarano. Esas manifestaciones de autonomía de la comisión le valieron a su titular una feroz persecución política, personal y difamación en medios nacionales.
López Hernández resultó agredido, seriamente, a unos cuantos metros de su casa, además de que fue balaceada en el área de dormitorio de una de sus hijas. Se cumplía así la amenaza que Salazar le había hecho unos días antes: “Las opciones de Pedro Raúl se reducen a encierro, destierro o entierro”.
Mentiroso por naturaleza, Salazar acusó, en vivo, a López Hernández, en el programa de “Brozo”, de desvío de recursos para comprar equipo de espionaje y utilizarlo en contra del gobierno del estado. Las falsedades salazaristas quedaron al descubierto cuando en las auditorías y revisiones exhaustivas jamás se encontró irregularidad alguna.
Sólo que ante tantos atentados, López Hernández hubo de dimitir y vino otra agresión mayor en contra de la institución encargada de velar por los derechos humanos. Se nombró a Yesmín Lima Adam, quien había sido jefe de asesores de Herrán Salvatti en la Fiscalía Especializada de Atención a los Delitos contra la Salud de la Procuraduría General de la República. Así, Lima Adam se convertía en cómplice al enviar las recomendaciones para que Salazar, Herrán Salvatti y Schroeder Bejarano las redactaran a gusto.
Aún pasados 16 años vale la pena preguntarse: Si el Tribunal Superior de Justicia fue tomado por asalto por la Policía Judicial, el Congreso sitiado y el presidente de la Comisión Estatal de los Derechos Humanos amenazado con cárcel, ostracismo o muerte, ¿qué podía, entonces, esperar el inerme pueblo de Chiapas, sujeto a la barbarie y al terror de Salazar? Ampliaremos…
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