Mario Caballero / Columna

Letras Desnudas / Mario Caballero

*** Para leer en Día de Muertos

Estos días, inexplicablemente, tienen esa magia de hacernos pensar en los nuestros. En los que ya no están con nosotros, pero que de alguna forma lo seguirán estando.

Agapita Nieto es una de ellos, que guarda un lugar especial en mi familia. Incluso pasados los años de su partida cada vez que nos referimos a la habitación que ocupó durante muchos años en la casa de mis padres la seguimos llamando “el cuarto de mi abuelita”.

Como a muchos conocidos, a mí me encantaba platicar con ella. Recuerdo que podíamos hacerlo por horas. A veces nos sentábamos frente al televisor a ver una película, pero en realidad no veíamos nada, solo hablábamos de sus cosas y las mías, de su vida, de cuando estuvo a punto de volverse loca –según decía ella- por culpa de la menopausia, que en el momento que esa etapa llegó a su cuerpo no existían los medicamentos de ahora para hacer esos cambios más soportables. Conversábamos de eso y de muchas otras cosas. Y me gustaba.

Era hermosa. De rostro bello y cabellos ondulados. De sonrisa franca y palabras almibaradas. Nunca le faltó nada, ni amor ni respeto ni admiración ni cosas materiales; sin embargo, había en ella una sombra de tristeza. Los que la conocíamos le echábamos la culpa de su pesadumbre a su viudez prematura, a la pérdida de cinco hijos y a la dura vida que tuvo junto a su esposo, un hombre alto y de buen corazón, que se levantaba muy de mañana para ir a trabajar al campo, y que lamentablemente murió solo en una cama de hospital hace más de cuarenta y cinco años.

Pero quizá su tristeza no era por eso. Si los designios de Dios son inescrutables, las heridas de los abuelos tampoco son del dominio público.

En las vacaciones entre cuarto y quinto año de primaria me quedé con mi abuela durante un par de semanas. Solos los dos en una casa grande. Recuerdo que en esos días ella me cocinaba casi todas las noches queso frito y frijoles. Cuando no era eso, era pescado seco con totopos recién calentados en el comal. Se dice que cuando en la mesa hay amor hasta el platillo más humilde sabe a manjar, y si se acompaña con café caliente es todavía más sabroso. Doy fe. Es verdaderamente una lástima que con tantos adelantos tecnológicos de hoy en día aún no podamos viajar en el tiempo.

Esos días los guardo con mucho cariño. Yo tendría quizá unos nueve años y ella cincuenta y seis o cincuenta y siete. Fue ella la que me enseñó a desramar los árboles, a usar la coa, a partir leña, a palear con las dos manos y a hablar con las plantas para que dieran su flor. Agapita Nieto era fuerte y valerosa. Única. No obstante, lo mejor que pudo darme fue su amor y sus consejos.

Confieso que soy un chillón. La extraño, y extraño mucho sus historias. Como aquella en la que su madre, Mamá Fernanda, siendo apenas una niña ayudaba en Juchitán a limpiar la sangre de los hombres heridos de la Revolución y a amortajar a los muertos.

Se cuenta que Homero era un rapsoda, que significa tejedor de historias. Pero Agapita contaba sus vivencias como si las estuviera viviendo en el instante. La anécdota que más recuerdo es aquella en la que sentada en una banqueta junto a su abuela (una mujer juchiteca que al hablar combinaba el castellano con el zapoteco) esperando a que salieran los clientes de una tienda que por las noches daba funciones de cine, vieron salir a doña Zepeda, una señora de edad avanzada con un mal congénito en las rodillas. Desconozco el término médico del padecimiento, pero en sí sus rodillas estaban arqueadas hacia fuera, haciendo que a cada paso que daba se balanceara de un lado al otro.

La tienda se llamaba “La Feria”, ubicada en la calle principal del ejido Emiliano Zapata, a unos veinte minutos de Arriaga, mi tierra natal. La abuela de Agapita vio a la anciana y dijo: “Mira, ñia´ (mamá), esa vieja Ricarda ni juicio tiene. Ya no puede caminar y viene al cine. Estúpida. Parece cayuco en el mar”.

Agapita Nieto creció en un hogar próspero y con todas las comodidades. Fue la segunda hija de los seis retoños que tuvieron Juan Nieto y Fernanda Cacho. En su casa tenían sirvientes que les preparaban la comida, lavaban la ropa y hacían el aseo. Su madre era comerciante. Su padre cuidaba el ganado, la siembra y las decenas de hectáreas de las que eran propietarios. La familia Nieto Cacho fue de las más queridas y respetadas de la colonia. Me contó también que el escritor oaxaqueño Andrés Henestrosa era su tío, que vino siendo mi tío bisabuelo.

Al casarse su vida cambió por completo. Su esposo era de gente humilde, dedicada al trabajo del campo y la pesca. Aquellas comodidades que en su niñez y juventud disfrutó, pasaron a ser cosa del pasado del que un día me dijo no lamentaba haber perdido porque se casó enamorada. Cuando Elena Poniatowska recibió el Premio Cervantes se topó con la princesa Letizia Ortiz y le dijo: “¡Qué ironía! Yo en mi país era una princesa y terminé siendo periodista. Tú eras periodista y ahora eres princesa”. Sin títulos reales ni profesionales, algo parecido le sucedió a Agapita, que renunció a todo por el amor de su vida para después no tener nada.

A pesar de eso Agapita fue una mujer de envidiable fortaleza física y espiritual. Dueña de un temperamento un poco complicado. Si se enojaba te decía por qué. Si a alguien le reprochaba algo estaba justificado. No era hipócrita. Era valiente. No fue de esas personas que salía corriendo al fragor de los temblores. “No le teman a la ira de Dios”, decía.

Pero cuando cumplió setenta años de edad aquel valor se fue diluyendo al igual que la fuerza de sus brazos, ya no podía podar los árboles de su casa, sacar agua del pozo se había convertido en una labor difícil. Sus piernas estaban cansadas y le costaba mucho agacharse para arrancar la hierba. En los últimos años de su vida cada vez que regaba las plantas del patio jalaba consigo una silla.

Al llegar esos años que la hicieron sentirse inútil no pensaba en otra cosa más que en morirse. Nosotros, su familia, entristecíamos cada vez que tocaba el tema. ¿Para qué quiere morirse?, le preguntaba. “¡Ay, papacito lindo, vieja e inútil para qué me quieren!”, respondía.

Murió el 6 de septiembre de 2015. Increíble que alguien pueda morirse tan rápido sin estar enfermo. Salió de su habitación nada más para morir en los brazos de mi madre, exactamente un mes después de que cumpliera ochenta años. Hacía tanto tiempo que ella rogaba a Dios que se la llevara con él, y Dios tan bueno que le cumplió su deseo.

Empero, al morirse se abrió en mi corazón un agujero negro, un pozo oscuro que no sabía que tenía dentro porque nunca imaginé que me dolería tanto. La muerte de Agapita Nieto fue un recordatorio de que todos vamos a irnos y tenemos que cederles el lugar a los otros.

“En la estación final, todas las cosas muestran su virtud de cambiar, de no permanecer. Todo se viene abajo y se despide. Nos dice el mundo: ‘Ya no eres de aquí, no te reconocemos como nuestro. Lo que creíste tuyo era sólo un préstamo: ahora mismo tienes que devolverlo”. Y Agapita Nieto lo devolvió todo.

Un proverbio hindú dice que como Dios no puede estar en todas partes les dio a todos los hombres una madre. Uno de los grandes beneficios del amor maternal consiste en descubrir que alguien te supera en eso y te favorece. Agapita no fue mi madre, sino mi abuela, pero hasta en eso de amar y no llorar las despedidas era mejor que yo. Lo sigue siendo.

@_MarioCaballero