Sr. López || Columna

La Feria || Sr. López

*** No es imposible

Tío Martín, de los de Autlán de la Grana, sabía que sus tierras eran lo que se cabalgara dos semanas en cualquier dirección, pero nunca supo cuánto ganado tenía, aunque le alcanzaba para llenar ferrocarriles completos varias veces al año. Tuvo nueve hijos varones que conforme se hicieron adultos empezaron a querer opinar sobre el manejo del “rancho”, pero el viejo no lo permitía: -Cuando me muera, heredan y entonces ya pierdan todo –lo perdieron.

Los humanos no sobrevivimos en soledad, nos es indispensable vivir agrupados. Se dice vivir en sociedad para que se oiga bien, pero es vivir en pandilla, clan, hasta en tanto sus integrantes se asocian, viven con normas de convivencia y se gobiernan.
Desde la noche de los tiempos, para decidir qué rumbo se seguía en pos del siguiente mamut que les diera de comer a todos, todos iban por dónde mandaba el más fuerte y su grupo de macaneros, sin opinar. Luego, al crecer el grupo, los más fuertes por fuertes que fueran, podían ser molidos por los débiles que eran muchos más y ahí a alguien se le ocurrió una idea feliz: los dioses señalaban quien mandaba (curiosamente el de la macana más grade y sus macaneros).
La cosa evolucionó de los jefes de tribu a los reyes y la aristocracia, ya muy elegantes, con cetro, corona, títulos y ceremonias, pero a fin de cuentas, bandidos y matones, que a todos quitaban parte de su trabajo (tributos, impuestos y sus variantes), y se escabechaban a los que se les opusieran o dudaran de la legitimidad de su autoridad dada por Dios.
Y no se crea que andamos tan lejos, todavía la iglesia católica sostiene que la autoridad legítima viene de Dios y dice: “Sométanse todos a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas (…) quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre sí mismos la condenación” (a uno no le crea nada, revise sus evangelios, en la carta a los romanos de San Pablo, capítulo 13, versículo 1). Nota: abstenerse de comentar nada en Palacio… si así.
Eso de achacar al Buen Dios la calaña de los gobernantes funcionó durante milenios, hasta que en Occidente algunos menos pacientes y piadosos, en vez de discutir lo de Dios, prefirieron cortar cabezas de reyes y nobles, para intentar otro arreglo un poco menos disparejo, aunque la verdad sea dicha, lo que querían era sustituir ellos a los otros y arrasar la religión, la católica, pero eso es otro asunto.
Como sea, lo de la realeza se empezó a debilitar más de la cuenta desde el siglo XVII, cuando los ingleses decapitaron a su rey, Carlos I y luego en 1789 con la Revolución Francesa. En Inglaterra quedaron con el Rey de adorno y un régimen parlamentario que a la fecha les funciona, bien; y en Francia con lo que después de varios achuchones (tres revoluciones más, en 1830, 1848 y 1871), quedó en una democracia representativa como ahora la entendemos.
Tan el viejo régimen caducó que la iglesia católica, que siempre duerme con un ojo abierto, emitió en 1965 la única constitución pastoral del Concilio Vaticano II, la ‘Gaudium et spes’ (Alegría y esperanza), que dice en 74.3: “(…) la comunidad política y la autoridad pública (…) pertenecen al orden previsto por Dios, aun cuando la determinación del régimen político y la designación de los gobernantes se dejen a la libre designación de los ciudadanos”. O sea, democracia.
Pero la democracia nunca fue muy bien vista por pensadores ni filósofos, al menos unos 25 siglos. Es hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial en 1945, con el reacomodo global y el nuevo orden que se impuso, que la democracia se implantó como la panacea, siendo una argucia tal vez bien intencionada en tanto buscaba impedir las autocracias, las dictaduras, los totalitarismos, involucrando a la gente en la elección de sus gobiernos.
Pero la democracia es coartada porque a fin de cuentas, los poderosos a través de los partidos políticos, mantienen el control de lo político y del gobierno, sin que participe en nada la gente, que sí elige, pero elige entre los candidatos que deciden los partidos con diferentes tretas para aparentar que el pueblo los escogió… y a veces, ni eso.
Así y todo, la democracia tiene la inmensa ventaja de que se puede cambiar de gobernantes sin guerras civiles, aunque siempre caerá la decisión entre algún representante de los poderosos. Para eso son los partidos políticos.
Se intentó la democracia sin partidos en Uganda cuando en 1986, referéndum mediante, los partidos fueron prohibidos pero en los hechos el llamado “sistema del movimiento”, Morena (en serio, se llama Movimiento de Resistencia Nacional), quedó como partido único y no ha soltado el poder desde entonces aunque en 2006 regresaron los partidos, pero Morena gana siempre las elecciones, arrolladoramente, entre protestas de fraude.
De todas maneras, los partidos políticos en sí mismos, carecen de legitimidad alguna por más requisitos legales que cumplan, requisitos puestos por ellos mismos, por cierto; y los votos que obtienen supuestamente los legitiman cuando solo los conservan participando sin fecha de caducidad en el reparto del poder, con un agravante: cuando ganan unos comicios con amplia mayoría, lo suelen interpretar como poder monopólico, que deja a la gente igual que cuando mandaba el cavernario de la macana mayor.
Lo peor es cuando no hay sino un partido, que es como ahora estamos en México. La oposición ya es testimonial. Y lo pésimo es que Morena (la de acá), ni siquiera es partido, lo que garantiza a su fundador, el señor de Palacio, mantener el control político del país, lo que ratifica al colocar a su comparsa, doña Alcalde, de jefa del “movimiento”.
Si doña Sheinbaum sabe algo del tema, deberá operar políticamente para que Morena tenga vida propia; y al mismo tiempo, el último posible partido de oposición, el PAN, se debe recomponer de fondo… en 2027 vuelve a haber comicios federales. Lo posible no es imposible.